EL NACIONAL - DOMINGO 21 DE FEBRERO DE 1999

DEPORTES

Juegos de palabras

El Señor Trombón era de los Yankees

Alberto Naranjo

Nueva York, viernes 19 de abril de 1991. Día de mucha lluvia, torrencial a veces. Luego de una agotadora sesión de grabación en Clinton Studios, tuve que sortear cualquier tipo de inconvenientes inherentes a un "rush hour" en Manhattan. Los clásicos taxis amarillos parecían estar contratados con cierta antelación y ninguno estaba disponible. Tenía cierta urgencia por llegar a tiempo a un compromiso ineludible cada vez que estamos en la llamada capital del mundo, ni más ni menos, una visita a Yankee Stadium.

A regañadientes, y pese a los empujones y patadas, abordé como pude el nauseabundo subway, espacio ideal para conocer a fondo la esencia del "newyorker"; ojos que miran pero que no ven, propios de seres que conviven y se aceptan sin saber cómo, ni porqué. Eran casi las seis de la tarde y no quedaba mucho tiempo para irse al lugar de los acontecimientos, como diría Walter Martínez. El poco aliento disponible, luego de sortear cualquier inconveniente anterior, estaba dispuesto para un juego entre Yankees y Royals. Scott Sanderson (que venía de dejar a Detroit en un hit) y Tom Gordon estaban anunciados como lanzadores abridores. Además, la oferta de observar a George Brett y Don Mattingly era sumamente atractiva.

Al llegar al hotel me percaté de recoger los mensajes dejados durante mi ausencia, por si acaso, notando el titilar de una solitaria llamada dejada en la contestadora por mi amigo Rolando Briceño, el saxofonista venezolano, quien escuetamente dejó colar su voz para arrugarme el ceño sin misericordia, sin llegar a decir que era lo que quería, pero con una sentencia difícil de digerir: "Alberto, murió Barry Rogers y lo están velando en la Riverside Memorial Chapel, entre la 76 y Amsterdam. Chao"...

A partir de ese momento, una película comenzó a proyectarse en mi mente. Algo de confusión, cierta tardanza en la gota suspendida que aún no acaba de caer, al igual que pasa con cualquier pesadilla inconclusa. En ese momento liberado del compromiso profesional, espacioso, sin imposiciones ni reglamentos, había dispuesto un último paseo por la ciudad, concretamente por la vecindad del Yankee Stadium, pero no tuve que pensarlo dos veces. ¡Al diablo con el juego de pelota! ¡Total, ni que fueran mis queridos Medias Rojas de Boston los que están visitando a los Yankees!

Entre la ducha y el cambio de ropa, la película sigue rodando, con incesantes vivencias que se apoderan de mí. Qué rápido se va el deleite. Será eso lo que siempre flota en el aire, la pasajera felicidad y el doloroso precio de su ausencia. Inevitable costo dada la brevedad de la materia, que a su leve tránsito por la vida siempre aplica la inevitable duda, preguntándonos entonces si cualquier tiempo pasado fue mejor.

Vuelta a la siempre congestionada y feroz calle. Aunque ha escampado, un cielo ennegrecido presagia una nueva precipitación. La funeraria está relativamente cerca, así que emprendo el camino a pie. "Dime en qué ciudad vives, y si es Nueva York, te diré a quién odias". El plan divino siempre incluyó a la ciudad como centro de acopio de dioses y profanos. ¿Qué otra cosa representan el Olimpo, el Paraíso, el Limbo y hasta el Infierno? Hay ciudades patibularias, ciudades para emperadores y ciudades para pordioseros, pero todas tienen en común que no se sabe quién fue el que puso la primera piedra. Hubo ciudades arrasadas como cultivo de sus desaciertos: Pompeya, Troya, Alejandría, Babilonia, Sodoma y Gomorra, y otras que sólo tuvieron vida en la imaginación de sus creadores: Oz, Metrópolis, Macondo; ciudades que apestan, como Nueva York, aunque a veces ella huele a jazmines y rosas.

Justamente, el inesperado cambio de aroma me para en seco. Se trata de un solvente violinista interpretando a Paganini. Unos pasos más allá noto la urgencia de un saxofonista intentando remedar torpemente a Charlie Parker. Me duele la indiferencia de los apurados transeúntes ante el desesperado esfuerzo musical por la supervivencia. Es posible que en ese mar de sueños encarnado por Nueva York en muchas películas, estos músicos quizás hayan llegado tarde a la cita. Como puedo, le dejo a cada quien unos cuantos billetes verdes que agradecen reverencialmente, mientras reanudo el paso evadiendo con suerte la agresividad de automovilistas y peatones que pareciera intentan arrollarme. Ninguna otra presencia interrumpe la rutinaria indolencia de la calle, que retrase la llegada a nuestro destino.

Una vez en el sitio observo la cartelera buscando la ubicación del amigo muerto, mientras siento la escrutadora mirada de un ejecutivo de la funeraria, observándome de arriba a abajo, como midiendo mi anatomía, y entonces me da la sensación de que me ha tomado como un potencial usuario de sus servicios. Ignorando tan tenebrosa presunción, subo raudamente unas escaleras hasta llegar a la capilla. Lejos de encontrarme un escenario mortuorio, aquello me parece más bien una sala de fiestas. Junto al ataúd de Barry descansa su trombón, de pie sobre un atril. Hay muchas flores; la cubierta del álbum "Eddie Palmieri y su conjunto La Perfecta"; un montaje de fotos suyas al lado de su familia, o mientras soplaba su trombón con La Fania All Stars, entre otras más.

El espacio parece insuficiente para albergar a no menos de 300 personas, que incluyen a sus amigos de juventud: Eddie Palmieri, Bobby Porcelli y Johnny Pacheco. Por supuesto, también están algunos de los trombonistas que le reconocen como su fuente de inspiración: Willie Colón, Papo Vásquez, Steve Turré y Jimmy Bosch; cantantes como Ismael Quintana y Adalberto Santiago, Manny Oquendo y Andy González, plana mayor del Grupo Libre, confundidos junto a James Taylor, Aretha Franklin, Michael Brecker, George Benson, Lew Soloff y la gente de Spyro Gyra, no tan salseros como los otros pero igualmente beneficiarios de este ecléctico gurú musical.

Una serie de discursos comenzó con Marty Sheller: "Barry fue un perfeccionista... él tenía una mente científica... constantemente pensando en hacer mejor las cosas". Comentaba el historiador Max Salazar que las palabras de Sheller le recordaban un relato de Cal Tjader cuando Barry "resolvió un problema con la clave" en el arreglo de "El sonido nuevo", y que como cosa rara entre algunos músicos, no tenía "malas mañas" y que hasta era vegetariano.

Entre tanto, Eddie Palmieri agregaba como orador: "Barry Rogers fue un genio, un ser que parecía saber de todo, hasta el punto de alienar a otros. Capaz de reparar los motores de nuestros automóviles o de afinar pianos, fue él quien me introdujo al universo musical dándome a conocer a John Coltrane y McCoy Tyner en el jazz, como a Bela Bartok en lo clásico y Otis Redding en lo popular". Agregaba Eddie: "El hecho de ser gringo, judío y blanco, no le impidió adoptar la cultura latina. Le gustaba comer arroz con picadillo y frijoles, y aprendió a hablar perfectamente el español, hasta mejor que muchos de nosotros... Cuando se me ocurrió formar La Perfecta, pensé en dos violines y una flauta. Fue Barry quien me persuadió para que usara dos trombones como sustitutos de los violines, y que en lugar de una charanga pensara en armar una "trombonchanga". Cuando no estaba tocando el trombón, agarraba una clave y hacía coros... Yo recuerdo especialmente sus arreglos de temas como "Busca lo tuyo", "Puerto Rico" y el de "Un día bonito", el cual sirvió para que me ganara mi primer Grammy. El podía interpretar salsa, jazz o rock, Cajun y Zydeco, y asimiló perfectamente a Arsenio Rodríguez. De hecho, en nuestra rendición de "Yo no engaño a las nenas", hizo sentir su habilidad como tresista"...

El servicio funerario finalizó cuando su hijo Chris colocó un casete con los más famosos solos de su padre, destacando los de "Azúcar" e "Imágenes latinas". Nadie se movió. Nuestros ojos se mantuvieron enfocados hacia el atril sosteniendo aquel huérfano y solitario trombón que ayudara a forjar su leyenda.

Cuando me retiré ya era tarde para asistir al juego de pelota, aunque no importó. No siempre se presencia un encuentro tan emotivo como el de esta despedida. En eso recordamos que en su reseña a Barry Rogers, César Miguel Rondón comentaba en sus crónicas de El libro de la salsa: "Este libro, en medio de sus deficiencias, trata de dejar referencias de no pocas grabaciones clásicas y antológicas de este trombonista gringo de pelos largos y gafas al aire"... Justo y necesario. Yo le hubiese agregado que, antes de su insurgencia, el único trombonista que había destacado como solista improvisador en la música latina había sido "Tojo" Jiménez, el mismo que Benny Moré aludía en su coro: "Generoso, qué bueno baila usted", y que después, y gracias a Barry, el trombón es un sinónimo para la salsa como puede serlo el saxofón para el jazz.

Antes de seguir rumbo al hotel, me detuve para observar las fotos más detalladamente. En una de ellas observé al bien llamado Señor Trombón posando sonriente con una gorra de los Yankees, repulsivos rivales de mis Medias Rojas. Confieso que mi admiración hacia Barry Rogers ha sido tan grande, que la supuesta afrenta no me perturbó en lo absoluto. Después de todo, hay que entender que nadie es perfecto.