El Mundo

Caracas - Viernes 18 de Agosto de 2000


Música de la Ciudad N¼ 67

El laúd - Un breve cuento


Alberto Naranjo



El laúd fue infiltrado en Europa por los moros durante su ocupación y conquista de España (alrededor de 711). Su origen es antiquísimo, tanto, como desde la primera reseña escrita de la humanidad. Construido con madera y pegamento, en su elaboración no se emplean clavos ni tornillos. Más tarde se le añadieron trastes, se duplicaron cuerdas y comenzó a llamarse laúd.
Esculturas y pinturas europeas del siglo XI muestran tañedores de laúd. Durante la Era del Renacimiento se le escribió música profusamente, más que a cualquier otro instrumento, siendo superada su popularidad sólo por la voz humana. Hacia el siglo XIV se fabricó más pequeño y se ejecutó con un plectro, pero según la escritura musical se hizo más compleja, se tocó sólo con las yemas de los dedos. Su mayor auge lo alcanzó entre los siglos XVI y XVII, cuando comenzó a ser reemplazado por la guitarra. Casi en extinción, hoy en día es escogido para explorar la música antigua.
El laúd fue traído a América por los españoles, y aunque desplazado en las ciudades igualmente por la guitarra, se asentó en villorrios y aldeas, particularmente en Cuba, donde se incorporó a los conjuntos de música campesina. Dicha tradición se ha perpetuado con el aporte de Bárbaro Torres, quien, por derecho propio, ha sido vitoreado en prestigiosos escenarios europeos y norteamericanos.
La semana pasada Torres estuvo en Caracas. Su presencia fue empañada por una confusa publicidad que lo presentó así: Las Estrellas del Buena Vista Social Club (en “letrotas”) - Pío Leiva, Barbarito Torres, Manuel “Puntillita” Licea (en “letricas”).
Claro, no puede decirse que hubo mala intención en ello; ni siquiera que se trató de un ardid publicitario o
“trampa-caza-bobos” para atraer recién llegados a la música cubana por el documental de Wim Wenders. Lo cierto es que la noche de ese sábado 12 de agosto de 2000 será inolvidable para mí, pues tuve la oportunidad de disfrutar a un músico empeñado en valorar su arte, que no da concesiones, que no trata de serle simpático a nadie con caricaturas musicales. Sólo así se puede lograr una honesta interacción con la audiencia, pero esta debe ser espontánea, de lado y lado, como la locura de cualquier relación amorosa, sin presión ni engaño. Esa es la diferencia entre un artista real o cualquier farsante. Bárbaro Torres cuenta además con un amplio equipaje de virtudes: cabal lenguaje melódico y suficiencia armónica para la improvisación; sentido rítmico afín a un tambor; uso de escalas pentatónicas y de tonos completos; acordes vinculados al jazz (#9, b13, #11), y un dejo de blues “a la B.B. King”, pero lo mejor de todo es que no lo hace a la fuerza. Su mérito es por aportar diferentes lenguajes musicales a sus aires campesinos sin que estos se contaminen, y tan talentosa artesanía, es el privilegio de unos pocos.
Como remate, su liderazgo en escena contribuye a que sus compañeros participen en un verdadero trabajo de equipo.
Al llegar al TTC, me encontré con miles de personas que agotaron una boletería nada solidaria (entre 25 y 45 mil bolívares), sospechando que no habían ido a escuchar a Torres, sino más bien a curiosear, a ver una recreación musical al mejor estilo spielbergniano del parque jurásico. Mi duda se corroboró luego al oir agrios comentarios y leer desconsideradas críticas de prensa sobre el concierto. Como alguien dijo por ahí, “el que tenga ojos que vea”. Ni Omara, ni Compay, ni Rubén, ni Amadito, ni Ferrer, ni Cachaito, ni el Guajiro Mirabal, menos aún Ry Cooder, fue la oferta de los astutos empresarios. Quizás, los defraudados fueron víctimas de su propia incomprensión, por ingenuidad, esnobismo, o simple desconocimiento del asunto. De haber sido así, lástima, pues entonces se perdieron lo mejor del cuento.


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