Música de la
Ciudad N¼ 67
El laúd - Un breve cuento
Alberto Naranjo
El laúd fue infiltrado en Europa por los moros durante su ocupación
y conquista de España (alrededor de 711). Su origen es antiquísimo,
tanto, como desde la primera reseña escrita de la humanidad.
Construido con madera y pegamento, en su elaboración no se emplean
clavos ni tornillos. Más tarde se le añadieron trastes,
se duplicaron cuerdas y comenzó a llamarse laúd.
Esculturas y pinturas europeas del siglo XI muestran tañedores
de laúd. Durante la Era del Renacimiento se le escribió
música profusamente, más que a cualquier otro instrumento,
siendo superada su popularidad sólo por la voz humana. Hacia
el siglo XIV se fabricó más pequeño y se ejecutó
con un plectro, pero según la escritura musical se hizo más
compleja, se tocó sólo con las yemas de los dedos. Su
mayor auge lo alcanzó entre los siglos XVI y XVII, cuando comenzó
a ser reemplazado por la guitarra. Casi en extinción, hoy en
día es escogido para explorar la música antigua.
El laúd fue traído a América por los españoles,
y aunque desplazado en las ciudades igualmente por la guitarra, se asentó
en villorrios y aldeas, particularmente en Cuba, donde se incorporó
a los conjuntos de música campesina. Dicha tradición se
ha perpetuado con el aporte de Bárbaro Torres, quien, por derecho
propio, ha sido vitoreado en prestigiosos escenarios europeos y norteamericanos.
La semana pasada Torres estuvo en Caracas. Su presencia fue empañada
por una confusa publicidad que lo presentó así: Las Estrellas
del Buena Vista Social Club (en letrotas) - Pío Leiva,
Barbarito Torres, Manuel Puntillita Licea (en letricas).
Claro, no puede decirse que hubo mala intención en ello; ni siquiera
que se trató de un ardid publicitario o
trampa-caza-bobos para atraer recién llegados a la
música cubana por el documental de Wim Wenders. Lo cierto es
que la noche de ese sábado 12 de agosto de 2000 será inolvidable
para mí, pues tuve la oportunidad de disfrutar a un músico
empeñado en valorar su arte, que no da concesiones, que no trata
de serle simpático a nadie con caricaturas musicales. Sólo
así se puede lograr una honesta interacción con la audiencia,
pero esta debe ser espontánea, de lado y lado, como la locura
de cualquier relación amorosa, sin presión ni engaño.
Esa es la diferencia entre un artista real o cualquier farsante. Bárbaro
Torres cuenta además con un amplio equipaje de virtudes: cabal
lenguaje melódico y suficiencia armónica para la improvisación;
sentido rítmico afín a un tambor; uso de escalas pentatónicas
y de tonos completos; acordes vinculados al jazz (#9, b13, #11), y un
dejo de blues a la B.B. King, pero lo mejor de todo es que
no lo hace a la fuerza. Su mérito es por aportar diferentes lenguajes
musicales a sus aires campesinos sin que estos se contaminen, y tan
talentosa artesanía, es el privilegio de unos pocos.
Como remate, su liderazgo en escena contribuye a que sus compañeros
participen en un verdadero trabajo de equipo.
Al llegar al TTC, me encontré con miles de personas que agotaron
una boletería nada solidaria (entre 25 y 45 mil bolívares),
sospechando que no habían ido a escuchar a Torres, sino más
bien a curiosear, a ver una recreación musical al mejor estilo
spielbergniano del parque jurásico. Mi duda se corroboró
luego al oir agrios comentarios y leer desconsideradas críticas
de prensa sobre el concierto. Como alguien dijo por ahí, el
que tenga ojos que vea. Ni Omara, ni Compay, ni Rubén,
ni Amadito, ni Ferrer, ni Cachaito, ni el Guajiro Mirabal, menos aún
Ry Cooder, fue la oferta de los astutos empresarios. Quizás,
los defraudados fueron víctimas de su propia incomprensión,
por ingenuidad, esnobismo, o simple desconocimiento del asunto. De haber
sido así, lástima, pues entonces se perdieron lo mejor
del cuento.
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